En el corazón de Madrid, donde las piedras susurran historias de siglos pasados, se alza Caluana, un restaurante que ha sabido conjugar la solemnidad de una antigua capilla barroca del siglo XVI con la vivacidad de una propuesta gastronómica ítalo-castiza. Ubicado en la calle de la Bolsa, 12, este templo culinario invita a los comensales a un viaje sensorial que transita entre la tradición y la innovación.
Un escenario con historia
Caluana ocupa lo que antaño fue la capilla de la iglesia de Santa Cruz, una joya arquitectónica que ha sido restaurada con esmero para conservar elementos originales como su bóveda de cañón decorada con escayolas ornamentales y pan de oro. Este espacio, que también fue sede de la Bolsa de Madrid en el siglo XIX, ofrece un ambiente que evoca la grandeza de épocas pasadas.
La cocina ítalo-castiza
La propuesta gastronómica de Caluana no se anda con medias tintas. Aquí no hay postureo vacío ni fusión sin fundamento: lo que hay es cocina con carácter, con técnica, y con una identidad tan definida que uno sabe desde el primer bocado dónde está. Joaquín Serrano y Jorge Velasco, los chefs al mando, no se limitan a cruzar lo italiano y lo madrileño como quien mezcla dos idiomas en una frase. Lo suyo es más bien una conversación entre dos viejos conocidos, que se respetan, se entienden y se desafían.
Así nace una carta que sabe a trattoria romana con sobremesa en Lavapiés, a domingo de pasta con vermut en La Latina. El steak tartar de solomillo con tuétano eleva lo clásico a una intensidad casi pecaminosa. La croqueta de tortilla de patata con cebolla y velo de papada ibérica es un homenaje a la barra de bar con pretensiones de pasarela. Y el bikini de mortadela trufada con mascarpone, servido con la delicadeza de un canapé de ópera, es puro descaro elegante.
Mención aparte merecen las pastas: desde unos ravioli de calabaza, gorgonzola y guanciale que juegan con dulzor y salinidad como un DJ con dos vinilos, hasta la pasta nera con guanciale, gambas y carabinero, un plato que no pide permiso para seducir. Y si uno se deja llevar por el lado más castizo, ahí está la carbonara ibérica con papada Joselito, sin nata (por supuesto), y con esa grasa noble que hace que el tenedor no quiera volver al plato. Para el que busque algo más terrenal, el arroz meloso con carrillera de ternera y alcachofa frita es de los que te reconcilian con el mundo.
Los postres, lejos de ser un trámite, son un guiño final que redondea la experiencia. Desde unas fresas con crema de mascarpone que saben a merienda de abuela con toque de chef moderno, hasta una versión cítrica y sofisticada del lemon pie que demuestra que el equilibrio entre acidez y suavidad no es solo cosa de alquimistas. En Caluana no se come, se interpreta una partitura donde cada plato tiene voz propia y encaja en un relato que viaja entre Roma, Chamberí y los recuerdos de la infancia.

Espacios con encanto
Escenografías del apetito: la antigua capilla y El Invernadero
En Caluana no solo se viene a comer. Se viene a mirar, a escuchar, a tocar con los ojos y a dejarse envolver. Porque antes de que llegue el pan a la mesa, ya estás dentro de la historia. El restaurante se articula en dos espacios que no compiten, se completan. Uno, con alma de sacristía y espíritu de teatro barroco; el otro, con vocación de cuento verde.

La planta baja es sencillamente espectacular. Se trata de una capilla barroca del siglo XVI, rescatada del olvido y reconvertida en sala de banquetes contemporánea. Las molduras originales, las bóvedas ornamentadas y el peso de las piedras centenarias no abruman: seducen. La luz cálida se cuela entre las columnas como si todo estuviera diseñado para que la comida se revele como una liturgia profana. Aquí, el mestizaje ítalo-castizo se celebra como una misa moderna en cada plato.
Arriba, el tono cambia pero el hechizo permanece. «El Invernadero», nombre con el que se conoce la planta superior, es un jardín cubierto, casi secreto, donde las rosas trepan por las paredes y la luz natural se filtra como en las mañanas de primavera. Dividido en tres espacios —El Viñedo, El Salón Rosal y El Patio—, este nivel ofrece otra experiencia: más íntima, más relajada, ideal para una cena pausada, una celebración entre amigos o un almuerzo que se alarga sin pedir permiso. Cada rincón tiene su atmósfera, como si el restaurante supiera leer el estado de ánimo de quien entra.

Ambos ambientes se complementan y dialogan. La piedra y el verde. Lo sagrado y lo lúdico. Lo que fue y lo que se reinventa. En Caluana, el espacio no es solo el contenedor de la experiencia: es parte esencial de la narrativa.
Maldita Gioconda: la coctelería clandestina
Cuando crees que ya lo has visto todo, que la capilla barroca y el invernadero te han contado el último secreto, Caluana guarda un as bajo la manga. Y no es una carta de postres, sino una puerta, casi invisible, que da paso a otra dimensión: Maldita Gioconda, una coctelería clandestina que juega con el misterio, la música y el deseo.
Este espacio íntimo, algo irreverente y descaradamente sensual, está inspirado en los géneros musicales que despiertan emociones viscerales. Aquí no se pide un cóctel: se elige una sensación. Cada combinado se construye como una pista de vinilo: empieza suave, sube, y acaba dejándote un recuerdo. Hay funk, hay soul, hay blues. Y hay mezclas que te llevan más lejos que muchos aviones de largo recorrido.
Maldita Gioconda no busca epatar con fuegos artificiales ni copas de ciencia ficción. Su magia está en los detalles: un trago que suena como un bolero, un gin-tonic con alma de swing, o un sour que entra como un solo de trompeta en mitad del silencio. La carta cambia según el humor, y hasta el bartender parece más DJ que camarero: interpreta lo que no dices, te lee la cara y elige por ti.

Las luces son tenues, el ambiente es íntimo, y las paredes, como todo en Caluana, parecen tener memoria. Aquí se brinda sin prisa, se susurra en lugar de gritar y se vive una segunda parte de la noche que a veces eclipsa la primera. Porque cuando la cena se termina, la velada solo acaba de empezar.
Maldita Gioconda es, en el fondo, lo mismo que Caluana: un guiño a los sentidos, un refugio con carácter, y una declaración de intenciones para quienes no se conforman con lo obvio. Un lugar donde el arte de beber vuelve a ser exactamente eso: un arte.
Una experiencia para los sentidos
Además de la propuesta gastronómica, Caluana ofrece espectáculos en vivo durante las cenas de los jueves, viernes y sábados, aportando un toque artístico y emocional a la velada . Este enfoque integral convierte cada visita en una experiencia que estimula todos los sentidos, desde el gusto hasta la vista y el oído.
Caluana no es solo un restaurante; es un viaje a través del tiempo y los sabores, una celebración de la historia y la creatividad culinaria que invita a los comensales a descubrir la riqueza de la fusión ítalo-castiza en un entorno incomparable.